Unas niñas que crecen sanas, felices, volando con su papoto que las adora y cuida a un país donde les espera gente sonriente, deseosa de enseñarles un mundo distinto.
Un bebé recién dado a la luz sorprendiendo con su vitalidad esperada antes de tiempo, mostrando la fuerza que su nombre guarda.
Unos papás que se dejan acariciar, amigos a los que cuidar agotados por tanta felicidad.
El carro de la compra lleno de alimentos con los que cocinar para el amor que nos damos, al servicio de mi cuerpo y de los cuerpos de los que amo.
Un día que amanece nublado invitándome a abrazarme y que poco a poco se va despejando para invitarme a ser abrazada por el sol, aumentando mis ganas de desnudarme dentro del mar.
El mar, ese amante inabarcable, inagotable, sereno y con sus propias leyes, indómito. Recordándome así mi propia naturaleza reflejada en sus ojos claros de sal.
El amor no se pide, se da, y todo buen amante conoce y acata esta norma. Así me entrego y me doy yo al mar, que es la vida, que es el flujo donde vienen y van los sueños. Donde se nace y se muere y se vuelve a nacer cada vez que nos sumergimos en él.
Mi cuerpo cíclico, sangrante, capaz de morir lo viejo y que así entre lo nuevo. Bendigo mi cuerpo de mujer, su capacidad de vacío para crear vida.
Mi amiga valiente que se va a trabajar a otra ciudad entregada al porvenir, llena de regalos por materializar, me espera con los brazos abiertos para cuando decida saltar.
Hermanos que me acarician aún cuando no están cerca.
Unos padres que me siguen meciendo aún cuando creo que no lo necesito.
Qué necia e ingrata sería si me inhabilitara para sentir toda esta belleza creada de dentro afuera y de afuera adentro. Una Kundalini perfectamente alborotada en su equilibrio.

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