Me acostumbré a comerlas de tu boca, invadiéndolas con tu color rojo, endulzándolas con tu olor deseo.
No me creas cuando te digo que quiero ser tu amiga, no es cierto.
Ni siquiera quiero ser tu novia, mucho menos la mujer de tu vida.
Quiero ser la que da un puñetazo sobre la mesa donde descansa el maldito puzzle de 500000 piezas que estás a punto de terminar.
Quiero descolocarte, sacudirte de esa larga siesta que llamas vida.
Que te levantes de la mesa, me pongas cara a la pared y me desnudes sólo de cintura para abajo.
Lo sabes y lo haces, porque a pesar de quedarte paralizado a destiempo, mis órdenes siempre son deseos para ti, por eso las cumples sin pereza.
Te oigo respirar de ganas, sólo imaginarte mirándome mientras te muerdes el labio, hace que el néctar de mi centro se deslice despacio, transparente y meloso por el interior de mis muslos.
Tú lo recoges delicado y apretado.
Puedo escuchar como lo llevas a tu boca para deleitarte con su sabor.
Sé de tus labios marrones y del brillo que la mezcla de tu saliva y mi jugo dejan en ellos. Sé de tu lengua roja entre tus dedos cargados de sexo.
No me hace falta mirarte, ni quiero, prefiero lamer la sal de mi cara en la pared donde la apoyo para pensarte.
Me aprietas por haberte desmontado el puzzle, por obligarte a revisar tus prioridades y aburrimientos.
Levantas mis nalgas para introducir tu pene duro, tu pene que babea ganas de quitarte la razón.
Ummm, qué placer más placentero, así, redundante, como debe ser el sexo no separado del amor, redundante.
Entra sin salir todo el rato, profundo, tu pelvis viene y va mientras la mía se levanta respingona para recibirte entero.
Bajas y subes el ritmo adivinando mi pentagrama, con los cinco sentidos, con los cinco magníficos y los cinco puntos cardinales.
Me aprietas desde atrás, me pellizcas los pezones, me besas de lado mirando lo que hay tras mis ojos, más allá de mí.
Muerdo tu labio inferior, como una loba muerde a su lobo cuando lo malcría de amor.
Con tu mano izquierda frotas suavemente mi clítoris, la punta del iceberg, la punta de mil terminaciones nerviosas que aúllan tu nombre.
La mano del diablo dicen, la mano dirigida por la parte más creativa y juguetona del cerebro.
¡Arrrrrdooooo! ¿Cómo eres capaz de armar las piezas de mi puzzle tan perfectamente desordenado a tu antojo y semejanza?
Ahora entiendo que conoces los códigos, aunque tengas dislexia numérica.
Ahora sé porqué te elegí, porque tu pasividad no es eterna, solo es tú.
Solo es nosotros en nuestra efímera existencia de los cuerpos que sudan lo que no sirve, para llenarse de la más irreverente comprensión.




